La justicia salvadoreña se encuentra hoy ante uno de sus mayores desafíos: garantizar la seguridad pública sin transgredir los principios constitucionales que amparan la libertad y dignidad humana. En el contexto del régimen de excepción, miles de detenciones han sido practicadas con fines de combate a las pandillas, pero junto a ellas se han reportado privaciones de libertad de personas que nada tienen que ver con pandillas o estructuras criminales. Este fenómeno pone en crisis dos pilares esenciales del Estado de derecho: la presunción de inocencia y el debido proceso legal.
El artículo 12 de la Constitución establece que “toda persona a quien se impute un delito se presume inocente mientras no se pruebe su culpabilidad conforme a la ley”. Esta disposición no es una mera formalidad: constituye la esencia de la justicia penal moderna. La presunción de inocencia evita que el acusado sea tratado como culpable sin que exista condena firme y garantiza que el proceso judicial no se convierta en un instrumento de persecución arbitraria. Cuando un ciudadano es privado de libertad sin pruebas suficientes, sin defensa adecuada y sin el escrutinio judicial imparcial.
Indudablemente se desvirtúa este principio y se coloca al inocente en el lugar del criminal. Tal injusticia genera un daño irreparable: la estigmatización social, la destrucción de familias y la pérdida de confianza en las instituciones. El debido proceso no es un adorno jurídico, sino una garantía que asegura que nadie sea condenado sin la oportunidad de defenderse, ser escuchado y presentar pruebas. El Código Procesal Penal establece que todo imputado debe ser informado de los cargos en su contra, contar con asistencia legal y que las decisiones judiciales deben estar fundamentadas en evidencia legalmente obtenida.
Ignorar estas garantías convierte el proceso penal en una farsa, donde la forma sustituye al fondo y la justicia se convierte en mera apariencia. El desafío de la justicia salvadoreña radica en no sacrificar la legalidad en nombre de la seguridad, pues hacerlo significaría abrir la puerta a la arbitrariedad. Los jueces y fiscales, como operadores de justicia, deben recordar que no son máquinas aplicadoras de normas, sino garantes de la equidad. Aplicar la ley sin humanidad es negarle su propósito. Surge entonces una pregunta ineludible: ¿qué ocurriría si un hijo, un hermano o un padre de un juez o fiscal fuera detenido injustamente?
¿Qué trato exigirían para él? Seguramente pedirían respeto, rapidez en la revisión del caso, garantías de defensa y una valoración objetiva de las pruebas. Ese mismo estándar de empatía y humanidad debe aplicarse a todos los ciudadanos, sin distinción. La verdadera justicia no se mide por el número de capturas realizadas, sino por la capacidad de discernir entre culpables e inocentes, castigando al primero y liberando al segundo. La Sagrada Escritura nos confronta con una verdad que humaniza la justicia: “Acordaos de los presos, como si estuvierais presos juntamente con ellos; y de los maltratados, como que también vosotros mismos estáis en el cuerpo” (Hebreos 13:3).
Este texto bíblico no hace distinción entre quienes están legítimamente detenidos y quienes no, sino que nos invita a mirar al privado de libertad como un ser humano digno de respeto. Aplicado al contexto salvadoreño, este mandato implica que jueces, fiscales y sociedad en general no pueden volverse indiferentes ante quienes han sido privados de libertad injustamente. La empatía cristiana exige ver en ellos a un hermano, a un prójimo, a alguien cuya vida merece compasión y justicia. La sociedad salvadoreña, en ocasiones, se indigna más por el maltrato de un animal que por la injusticia cometida contra un ser humano encarcelado sin pruebas.
Aunque es justo proteger a toda criatura, resulta alarmante que se ignore el clamor de madres, esposas e hijos que imploran justicia para un inocente tras las rejas. Esta contradicción revela una herida en nuestra conciencia colectiva y en nuestra práctica judicial. Los desafíos de la justicia salvadoreña frente a las detenciones injustas no son solo técnicos, sino profundamente éticos y espirituales. La presunción de inocencia y el debido proceso no son lujos jurídicos, sino muros de contención contra la arbitrariedad. Los jueces y fiscales tienen en sus manos la oportunidad de honrar la Constitución y los mandatos divinos de justicia y misericordia.
Que cada operador de justicia actúe recordando que la ley sin equidad es tiranía, que el poder sin empatía es despotismo, y que la justicia sin humanidad es injusticia. Y que nunca olviden que, como exhorta Hebreos, debemos recordar a los presos como si estuviéramos presos con ellos.
*Jaime Ramírez Ortega es abogado