Vivimos en una era paradójica. Nunca el ser humano había alcanzado tanto conocimiento ni tanto dominio sobre la materia, y, sin embargo, nunca había estado tan vacío, tan confundido y tan enfermo espiritualmente. En el siglo XXI las dolencias del alma se han convertido en la pandemia silenciosa de nuestra generación. La ansiedad, la depresión, el pánico, la fatiga emocional, las adicciones y la pérdida de propósito son los nuevos rostros del sufrimiento humano. Estas enfermedades, que la medicina clasifica con precisión clínica, son, en muchos casos, la expresión contemporánea de lo que el Evangelio describe como “espíritu de enfermedad”
Tras el velo de la biología y la química, sigue operando una realidad espiritual: Satanás sigue atando almas, no siempre con cadenas visibles, sino con pensamientos, emociones y estructuras mentales que deforman la dignidad interior del ser humano. El relato de Lucas 13:10–17 nos sitúa frente a una escena profundamente teológica. Una mujer, dice el texto, “andaba encorvada y en ninguna manera se podía enderezar”. Durante dieciocho años su cuerpo permaneció doblado hacia el suelo, en una postura que simbolizaba la esclavitud del alma humana bajo la carga del pecado, la culpa y el temor.
No se trataba simplemente de una enfermedad ortopédica, sino de una opresión espiritual. Jesús mismo lo confirma cuando declara: “A esta hija de Abraham, que Satanás había atado dieciocho años, ¿no se le debía desatar de esta ligadura en el día de reposo?” La mujer encorvada representa la condición antropológica de la humanidad caída: un ser creado para mirar al cielo, pero condenado a mirar el polvo. San Agustín describió esta deformación moral con la expresión “homo incurvatus in se”, el hombre encorvado sobre sí mismo, atrapado en su propio ego, incapaz de levantar los ojos hacia Dios.
Así está la civilización moderna: tecnológicamente erguida, pero espiritualmente doblada. Lucas, médico y teólogo, utiliza con precisión el término griego pneuma astheneias, “espíritu de enfermedad”, una expresión que revela la coexistencia entre lo físico y lo espiritual en el sufrimiento humano. La mujer no solo padecía debilidad corporal; era víctima de una fuerza opresora que anulaba su libertad y la mantenía mirando hacia abajo. El verbo sunkuptō, “encorvarse”, aparece en forma imperfecta, lo que indica una acción continua, una vida entera bajo el peso del dolor. “En ninguna manera se podía enderezar”
Añade el evangelista, mostrando la absoluta impotencia de la condición humana frente al pecado. No hay esfuerzo moral ni terapia humana que pueda enderezar el alma cuando está atada por las cadenas invisibles del enemigo. Solo la intervención del Señor Jesucristo puede romper esa ligadura. La escena se desarrolla en la sinagoga, en el día de reposo. El escenario no es casual: es la confrontación entre la religión encorvada y el poder liberador del Reino. Allí donde la tradición había sustituido la compasión, Jesús irrumpe para restituir la esencia del sábado: la libertad del alma.
La mujer estaba en la sinagoga, pero seguía atada; asistía, escuchaba, pero no había sido transformada. Así vive también gran parte de la humanidad actual: rodeada de religiosidad, pero sin experiencia de liberación. Jesús la ve, la llama y la toca. Tres gestos que resumen la dinámica de la gracia. Ver implica discernir la raíz espiritual del sufrimiento; llamar implica restaurar la identidad perdida; tocar implica comunicar la virtud divina que endereza lo que el pecado torció. El milagro no nace del mérito humano, sino de la iniciativa redentora del Hijo de Dios. Ella no lo buscó; Él la buscó.
Y en un instante, dieciocho años de esclavitud se disolvieron ante una sola palabra: “Eres libre de tu enfermedad.” Este relato tiene una vigencia teológica profunda frente al sufrimiento contemporáneo. El “espíritu de enfermedad” del siglo XXI se manifiesta en formas más sutiles, pero igualmente destructivas. Millones viven encorvados por la ansiedad que domina la mente, por la depresión que apaga la esperanza, por la culpa que oprime la conciencia, o por las adicciones que esclavizan el cuerpo. Son cadenas que el mundo intenta aliviar con fármacos, terapias o distracciones.
Pero sin atender la raíz espiritual del mal. La psicología puede describir la causa, pero solo el Señor Jesucristo puede desatar la ligadura. Las redes sociales han reemplazado la comunión por comparación; el ruido digital ha sustituido la oración por entretenimiento. El ser humano vive con la espalda recta y el alma doblada. Vive mirando hacia el suelo de sus logros, sin poder mirar hacia el cielo de su propósito. El diagnóstico Bíblico es claro: “No tenemos lucha contra carne ni sangre, sino contra principados y potestades” (Efesios 6:12). Las enfermedades modernas del alma son el campo de batalla donde se libra la guerra invisible entre la verdad y la mentira, entre la luz y las tinieblas.
La depresión no siempre es un desequilibrio químico: a menudo es una estrategia espiritual para sofocar la fe. La ansiedad no siempre proviene de la biología: muchas veces es el reflejo de un alma que no confía en Dios. El cansancio crónico que devora a las sociedades modernas no siempre nace del exceso de trabajo, sino de la ausencia de reposo en el Señor Jesucristo. La medicina es necesaria, pero incompleta si no se reconoce que el ser humano es espíritu, alma y cuerpo, y que cada una de esas dimensiones requiere redención. Cuando Jesús endereza a la mujer, no solo restaura su postura física, sino su verticalidad espiritual.
Ella vuelve a mirar al cielo, vuelve a glorificar, vuelve a adorar. La curación se convierte en símbolo de la salvación. La libertad no es solo ausencia de dolor, es la capacidad de volver a levantar la mirada hacia el Creador. Por eso el texto culmina diciendo que “ella glorificaba a Dios” y que “todo el pueblo se regocijaba por las cosas gloriosas hechas por Él”. Donde hay liberación auténtica, hay adoración espontánea. Cuando el alma se endereza, el corazón alaba. La liberación no es un fin en sí mismo, sino un medio para restituir la comunión rota entre Dios y el hombre.
El siglo XXI necesita urgentemente ese toque del Señor Jesucristo. Ningún algoritmo puede sanar la tristeza, ningún medicamento puede restaurar la fe, y ningún avance científico puede devolver la esperanza al alma humana. Solo el Señor Jesucristo sigue diciendo hoy lo que dijo en aquella sinagoga: “Mujer, eres libre de tu enfermedad.” Aquel gesto sigue siendo actual, porque el enemigo sigue atando, y Cristo sigue desatando. La verdadera terapia del alma se llama redención; el verdadero descanso no está en un sábado ritual, sino en el Señor Jesucristo que es nuestro reposo.
*Jaime Ramírez Ortega es abogado
