El derecho a la vida no es un privilegio, es la esencia de la existencia humana y el punto de partida de todo orden justo. Sin vida, no hay libertad, no hay justicia, no hay dignidad. Defender este derecho exige hablar con claridad, y con profundidad, desde lo jurídico, lo antropológico y lo teológico. Y hoy, más que nunca, es necesario también incluir una reflexión contundente sobre quienes, además de los no nacidos, sufren la amenaza contra su existencia: los privados de libertad detenidos de forma injusta, muchas veces sin debido proceso, y a quienes también se les debe reconocer el derecho a vivir.
El artículo 3 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos establece que “todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”. La Convención Americana sobre Derechos Humanos lo reafirma en su artículo 4, y la Constitución, en su artículo 1, declara la vida como un bien protegido desde el instante mismo de la concepción. No obstante, las falacias de la ideología de género pretenden relativizar la vida según percepciones subjetivas; del mismo modo, prácticas estatales buscan relativizar el derecho a la vida de los privados de libertad.
Todo ello bajo el argumento de que “perdieron sus derechos” al delinquir o al ser sospechosos. Ambas posturas parten de un error fundamental: creer que la vida humana puede clasificarse en vidas dignas y vidas desechables. El derecho a la vida no distingue entre inocentes y culpables, entre fuertes y débiles, entre nacidos y no nacidos, entre libres o encarcelados. Negarlo a unos, aunque se justifique en razones ideológicas o de seguridad, abre la puerta para negarlo a todos el derecho a existir.Desde la antropología, el ser humano es indivisible: cada persona pertenece a la familia humana por su simple condición de ser humano, no por sus méritos ni por su estatus legal.
El niño en el vientre, la madre en dificultad, el anciano olvidado o el detenido arbitrariamente comparten la misma dignidad esencial. Las ideologías que niegan la diferencia sexual y las prácticas políticas que justifican la violencia estatal contra detenidos arbitrarios coinciden en un punto: ambas desarraigan al ser humano de su esencia. En el primer caso, reducen la identidad a percepciones subjetivas; en el segundo, convierten al individuo en objeto prescindible de control social. Ambas perspectivas socavan la comunidad, la cultura y el futuro de la humanidad.
La fe cristiana enseña que la vida es un regalo de Dios. Jeremías escuchó al Señor: “Antes que te formase en el vientre te conocí, y antes que nacieses te santifiqué” (Jeremías 1:5). Esta afirmación no solo aplica al no nacido, sino a todo ser humano, incluso a aquel que ha errado, porque su vida sigue siendo sagrada. El Señor Jesucristo proclamó: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen” (Mateo 5:44). El llamado divino no es a justificar el mal, sino a no responder con la misma violencia que destruye. El detenido, aunque culpable, no pierde su condición de ser creación de Dios ni su derecho a vivir; mucho menos aquel que es privado de libertad sin pruebas ni debido proceso.
Negar el derecho a la vida a los encarcelados arbitrariamente es contradecir el Evangelio, que exige misericordia y justicia: “Estuve en la cárcel, y vinisteis a mí” (Mateo 25:36). La falacia de la subjetividad absoluta: en la ideología de género, la identidad se define al margen de la biología; en el autoritarismo punitivo, la dignidad depende de la etiqueta de “delincuente” o “sospechoso”. La falacia de la vida relativa: en el aborto se niega la vida del no nacido; en las detenciones arbitrarias se relativiza la vida del detenido. La falacia del bien común distorsionado: se argumenta que eliminar vidas inocentes o sacrificar derechos fundamentales “favorece a la sociedad”.
En realidad, la sociedad se debilita cuando acepta la injusticia como norma. La defensa del derecho a la vida exige coherencia. No se puede proteger al no nacido y callar frente a la muerte arbitraria de los privados de libertad; tampoco se puede exigir respeto para los encarcelados si se legitima la eliminación de quienes aún no nacen. La dignidad humana es un todo indivisible. Ser contundentes en esta defensa no significa ofender ni atacar, sino hablar con la elocuencia de la verdad: la vida humana no se negocia, no se fragmenta y no se relativiza. Defenderla es la tarea más alta del derecho, la mayor certeza de la antropología y el mandato supremo de Dios.
Porque en palabras del Señor Jesucristo: “Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Juan 10:10). Esa abundancia debe alcanzar al niño en el vientre, a la madre vulnerable, al anciano enfermo y también al detenido —incluso al injustamente encarcelado—, porque en todos late la misma dignidad que procede deDios el Creador.
* Jaime Ramírez Ortega es abogado