La usura es una práctica tan antigua como el crédito mismo. Consiste en el cobro de intereses desproporcionados que vulneran la capacidad de pago del prestatario y atentan contra su derecho de propiedad. En El Salvador, la Ley Contra la Usura buscó frenar estas prácticas mediante la fijación de tasas máximas legales y la penalización de cobros abusivos. Sin embargo, a más de una década de su entrada en vigor, dos debilidades estructurales explican por qué sus resultados han sido limitados: la forma en que se definieron los parámetros legales de las tasas máximas, la ausencia de líneas de base que permitieran dimensionar el problema antes de regularlo y la escasa capacidad para aplicar la Ley a los prestamistas informales.

El primer problema radica en la fórmula de cálculo establecida en el Artículo 7 de la Ley, que determina que la tasa máxima legal permitida será equivalente a 1.6 veces la tasa efectiva promedio simple del mercado formal, calculada por el Banco Central de Reserva para cinco segmentos de crédito: consumo, tarjetas, vivienda, empresas y microcréditos de uso múltiple. Este mecanismo, aparentemente técnico y neutral, ha terminado distorsionando el mercado crediticio. Al basarse en promedios del sistema financiero formal —que incluye bancos privados, microfinancieras y banca estatal—, ignora las particularidades del crédito informal y del financiamiento a las microempresas de menor tamaño, cuyos costos operativos son mucho más altos. Así, el tope fijado no refleja la realidad de las instituciones formales que han desarrollado metodologías para atender a los sectores más pobres y de menor escala, lo que ha reducido drásticamente su capacidad de prestar.

El segundo problema es la ausencia de líneas de base. No se elaboraron estudios que permitieran estimar el tamaño de la población afectada por la usura ni las tasas efectivas de interés que se les cobraban en el mercado informal. Sin este diagnóstico previo, la política se diseñó a ciegas: se establecieron límites sin conocer el punto de partida ni las condiciones reales del mercado. Esto impidió calibrar los topes según el comportamiento del crédito informal, que es donde la usura se manifiesta con mayor intensidad. Como resultado, la Ley logró contener parcialmente los abusos en el sistema financiero formal, pero no modificó sustancialmente las prácticas de los prestamistas informales.

La justificación de una legislación contra la usura es, en principio, incuestionable. Su propósito es evitar que los créditos se conviertan en instrumentos de explotación y empobrecimiento. Desde la perspectiva económica y social, limitar los intereses abusivos busca proteger el ingreso de los hogares, evitar el sobreendeudamiento y garantizar que el crédito contribuya al desarrollo productivo. En las MYPES, este objetivo es crucial: cuando sus ingresos se destinan al pago de intereses desproporcionados, se erosiona su capital de trabajo, se restringe la reposición de inventarios y se bloquea la posibilidad de crecer.

Sin embargo, la aplicación rígida de techos legales sin considerar las particularidades del microfinanciamiento ha generado un efecto perverso. Las microfinancieras formales, al no poder cubrir sus costos operativos bajo las tasas máximas permitidas, han reducido el número de créditos de menor monto y mayor riesgo. Esto ha dejado fuera del sistema financiero formal a una gran parte de los microempresarios, precisamente aquellos que la Ley buscaba proteger. Los datos de la Superintendencia de Competencia lo confirman: entre 2013 y 2018, la tasa máxima legal para microcrédito cayó hasta 59% en el segmento de subsistencia, pero el número de nuevos deudores se contrajo de forma significativa. Los créditos pequeños crecieron menos que los grandes, y los montos promedio aumentaron, señal clara de que los prestatarios más vulnerables fueron desplazados del crédito formal.

El vacío dejado por las instituciones reguladas fue rápidamente ocupado por los prestamistas informales. El informe sobre el Estado de la MYPE en El Salvador 2025 elaborado por FLACSO y FUSAI, así como las encuestas realizadas por el Centro de Investigación de la Opinión Pública Salvadoreña (CIOPS) para la Asociación Bancaria Salvadoreña (ABANSA) en 2019 y 2022 revelan que más del 80% de los pequeños comerciantes y vendedores ambulantes sigue dependiendo de estos mecanismos de financiamiento, con tasas anuales que oscilan entre 1,800% y más de 13,000%. En este circuito casi no existen garantías legales, ni control sobre las tasas, ni mecanismos de defensa. Las prácticas coercitivas, la apropiación de bienes y la imposición de pagarés o hipotecas son frecuentes, lo que convierte al crédito en un factor de empobrecimiento.

En la práctica, la Ley Contra la Usura redujo la exposición de los consumidores formales y MYPES de mayor tamaño a tasas abusivas, pero amplió la exclusión financiera de los microempresarios más pequeños. La fijación de topes excesivamente bajos ha generado una segmentación del mercado crediticio: mientras las instituciones financieras formales atienden a clientes de menor riesgo y mayor capacidad de pago, los sectores más pobres se ven empujados hacia el crédito informal, donde enfrentan condiciones mucho más duras. En otras palabras, la Ley trasladó el problema, pero no lo resolvió.

La experiencia salvadoreña demuestra que regular la usura exige más que fijar un número. Se requiere un enfoque integral que combine supervisión, educación financiera, fortalecimiento institucional y conocimiento del mercado. Los techos a las tasas deben construirse sobre evidencia empírica y reconocer las especificidades del microcrédito. Asimismo, debe fortalecerse la capacidad estatal para monitorear el crédito informal y sancionar efectivamente las prácticas predatorias.

En síntesis, la Ley Contra la Usura nació con una intención legítima y un sustento jurídico sólido, pero su eficacia se ha visto limitada por dos fallas de origen: la adopción de parámetros inadecuados y la ausencia de información de base. Mientras estos vacíos no se corrijan, los microempresarios salvadoreños —en especial los de menor tamaño— seguirán atrapados entre la rigidez del crédito formal y la violencia económica del crédito informal. El desafío, por tanto, no es solo prohibir la usura, sino construir un sistema financiero inclusivo, transparente y justo, que transforme el crédito en una herramienta real de desarrollo y no en un mecanismo de exclusión.

*William Pleites es director de FLACSO El Salvador