“Población en extrema pobreza en El Salvador crece por tercer año consecutivo”. “La pobreza se agrava por el hacinamiento, analfabetismo y el desempleo”. “El 27.2% de los hogares viven en pobreza en El Salvador”. “La pobreza: una enfermedad crónica en El Salvador”. “Ingresos de los más pobres se han reducido desde 2019 en El Salvador”. “El Salvador suma más de 21.300 personas en pobreza extrema en 2024, un 3,62% más que 2023”. “Hambre en aumento: se profundiza la crisis alimentaria en El Salvador y golpea con más fuerza a los más pobres”.
Estos son algunos titulares de prensa emitidos durante los últimos tres meses; su denominador común, como es notorio, tiene que ver con la difícil situación económica y social en la que permanece buena parte de nuestra gente. Se dice, asimismo, que alrededor del 30 % de esta se encuentra sumergida en una situación de pobreza generalizada; esto, en números, se traduce en más de un millón ochocientas mil personas. ¿Preocupante, verdad? Debería serlo; pero, además, vergonzante.
Dicha situación penosa y angustiante, se confirma con los datos arrojados por los resultados de la última encuesta presentada por el Instituto Universitario de Opinión Pública (IUDOP); este ente, parte de la proyección social institucionalizada por Ignacio Ellacuría desde hace mucho dentro de la casa jesuita de estudios superiores salvadoreña, consultó hace poco sobre el principal problema que el pueblo de abajo y adentro resiente en su día a día. Así se hermanaron en el listado la economía, el desempleo, el alto costo de la vida y la pobreza. En alrededor del 70 % de las opiniones, estos asuntos fueron ubicados como sus mayores desesperos. Esa es la penosa y sofocante sobrevivencia extendida; no la “color de rosa” que el oficialismo pretende que nos traguemos.
Y es que –como bien señala Lanssiers– sería bueno comenzar por “quitar al mismo vocabulario el barniz que disimula la realidad pútrida. El calificar la mierda de ‘transformación bioquímica de los alimentos’ no la hace más apetitosa”. “La confusión en los términos lleva invariablemente a la confusión mental”, remata este con total certeza. Para tratar de evitar o superar esto, recurramos a dos voces por demás autorizadas que le llaman al pan, pan y al vino, vino. La primera con un impacto universal reciente: la del papa León XIV; la segunda, de alguien cuya figura inspira a este y a buena parte del mundo: san Romero de América.
Remontándose a los años inmediato posteriores al Concilio Vaticano II ‒durante la segunda mitad de la década de 1960‒ el actual pontífice nos recuerda en su primera exhortación apostólica recién publicada que, en “casi todos los países de América Latina”, resultó ser muy fuerte “la identificación” eclesial “con los pobres y la participación activa en su rescate”; sostuvo además que el catolicismo terminó siendo conmovido “ante tanta gente pobre que sufría desempleo, subempleo, salarios inicuos y estaba obligada a vivir en condiciones miserables”. En tal escenario ubica el martirio de nuestro santo como “un testimonio y una exhortación viva para la Iglesia”; Romero ‒aseguró su santidad‒ “sintió como propio el drama de la gran mayoría de sus fieles, quienes ocuparon el centro de su opción pastoral”. Por eso, que quede claro, como buen pastor entregó sin pequeñeces su sangre en defensa de los derechos humanos de su rebaño; tanto de los civiles y políticos como de los económicos, sociales y culturales.
¿Qué ha cambiado acá desde entonces? Pese a su martirio en un entorno adonde una alarmada clase opresora y el aparato estatal represivo a su servicio enfrentaba la lucha popular organizada, de la subsecuente guerra abierta entre los ejércitos gubernamental e insurgente, de los acuerdos que le pusieron fin a la misma, de las ambiciones cortoplacistas de quienes mal administraron la cosa pública en la posguerra y del parto de los montes que ahora mal gobierna al país ‒surgido en gran medida de las imbecilidades propias de bajeras dirigencias partidistas‒ la realidad de nuestras mayorías populares permanece siendo la de la violación de sus derechos humanos. Ojo: nunca quedó atrás el atropello de los económicos, sociales, culturales, medioambientales y demás; ello, no obstante los mínimos y tímidos avances en lo relativo a los civiles y políticos que nos dejamos arrebatar.
Esa realidad nos platea un gran desafío: aprender de las lecciones pasadas, malas y buenas, para iniciar y marcar el paso en el camino hacia la verdadera paz desde la ruta de Romero. Porque bien dijo este que “las violencias seguirán cambiando de nombre, pero habrá siempre violencia mientras no se cambie la raíz de donde están brotando todas esas cosas tan horrorosas de nuestro ambiente”.
